miércoles, 18 de marzo de 2009

EL ROMANTICISMO Y EL SIGLO XIX

El romanticismo es un movimiento cultural propio de este siglo, nacido en gran parte de los propios afrancesados como respuesta al racionalismo y las luces de la Ilustración, rebelándose ante lo clásico, manifestando una mayor emotividad en la forma de concebir la vida en su relación con la naturaleza y con el hombre mismo, en un ambiente no falto de dudas y tinieblas, desarrollándose en España a partir de la mitad del siglo, una vez fueron superadas las barreras absolutistas de Fernando VII.

Primero Cadalso, luego Blanco White y más tarde Espronceda, Mariano José Larra, José Zorrilla, Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas, Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro fueron sus mayores representantes. El romanticismo despreciaba al materialismo, en beneficio del liberalismo político y la caída de Napoleón produjo en las jóvenes generaciones nuevos ideales y el inicio de actitudes revolucionarias y anarquistas de finales de siglo.

Tras el motín de Aranjuez el rey Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII, y rápidamente, Napoleón, en hábil estratagema, consiguió que, una vez reunida toda la familia real en Bayona, renunciara ésta al trono entregándoselo en bandeja al Emperador, quien proclamó a su hermano José I como nuevo Rey de España. Fue en aquel año y tras estos mismos sucesos, el del inicio de la llamada “guerra de la independencia”. El comienzo también de que quien fuera el representante del absolutismo propio del Antiguo Régimen, Fernando VII, empezara a ser conocido por el pueblo como el “rey deseado”, esperanzado en su vuelta. Y mientras tanto, el que un rey, José I, en quien la intelectualidad española, los afrancesados, veían en él la posibilidad de progreso hacia el liberalismo, así como la posibilidad del rechazo a la incultura que asolaba España, pasara, sin embargo, a ser conocido por el mismo pueblo como Pepe Botella, cuando en realidad era abstemio y enfrentado a su hermano Napoleón, inconforme con sus consignas sobre el pueblo español.

Ambos, Fernando VII y José I, representaron dos vidas cruzadas en las que el orgullo de ser español arraigado en las clases populares, agraviado aún más por la nula sensibilidad de Napoleón considerado como el invasor de la soberanía española, impidieron el abrir los ojos al pueblo español hacía la realidad que subyacía en el interior de ambos monarcas.

La mal llamada guerra de la Independencia, fue en realidad la suma de dos sucesos que coincidieron al mismo tiempo: la guerra del pueblo, no solo frente al invasor, sino también contra quienes ocupaban las instituciones subordinados a Napoleón, y lo que entonces se conocía como revolución contra el antiguo régimen y que sus partidarios veían como posible de la mano de José Bonaparte.

El mejor de los frutos, nació de las Cortes de Cádiz, donde los absolutistas partidarios de Fernando VII, los reformistas ilustrados y los liberales partidarios de los principios inspirados en la Revolución francesa fraguaron la España Constitucional con el triunfo de los últimos, aunque fuera por muy poco tiempo. Terminada la Guerra, el regresó de Fernando VII al trono, significó la derogación de la joven Carta Magna y la vuelta al absolutismo, llevado a cabo con el Manifiesto de los Persas presentado en Valencia.

Durante el siglo XIX fueron diversos los pronunciamientos militares llevados a cabo, periodo en el que el predominio de los generales sobre los políticos fue una constante. Hasta la llegada de la Restauración, en la que se impuso el bipartidismo de Cánovas y Sagasta.

El siglo XIX representó para España, desde su inicio y hasta su final, una sucesión de hechos que frenaron su desarrollo. Sus continuas guerras y las pérdidas de ultramar, supusieron una sangría para su economía y como consecuencia, su empobrecimiento, consecuencia lógica por la sucesión de hechos singulares que se produjeron a lo largo de un siglo inminentemente convulso.