martes, 17 de julio de 2007

NUESTRA ESPAÑA

Y a través de los tiempos, surgió España. Con sus luchas, con sus victorias y con sus derrotas. Con sus gestas, con sus leyendas, siempre tan necesarias. Aunque de aquellos hombres no quedaron todos, porque muchos tuvieron que huir de la intolerancia a destinos lejanos, donde labraban lamentos de añoranza por una España abandonada de la que también se sentían parte.

De la monarquía visigótica, donde se hizo posible la fecundación de “nuestra España”, huyeron cristianos del Andalus buscando refugio en territorios rescatados. Después, judíos expulsados de su Sefarde se alojaban allende los Pirineos. Moriscos más tarde, obligados al destierro, despoblaban Aragón y Valencia, empobreciéndolas. Eran limpiezas de sangre.

Los mismos caminos siguieron años más tarde los afrancesados, empujados a marcharse, tachados de falta de patriotismo por la ignorancia de un pueblo que no quería dejar de serlo. Los liberales, temerosos de la furia de “cien mil hijos de san luís”, huían de los absolutistas. Igualmente los Jesuitas eran arrojados por desamortizaciones u odios anticlericales. Y los seguidores del carlismo veían rotas sus ilusiones por los que se llamaban liberales, debido a una lucha sucesoria que duró demasiado tiempo y nos empobreció a todos, más si cabe.

Las derrotas de todos ellos significaban siempre el triunfo de la ortodoxia. Otras, correspondían al defender un pensamiento laico e ilustrado desarrollado en Europa y que sucumbía una y otra vez en una España adelantada a la Reforma por la gestión del Cardenal Cisneros. Un Luís Vives, ausente de su tierra, añoraba su lugar de nacimiento en el que penaban sus familiares.

Sin duda, fueron demasiados los hijos de su patria, los que tuvieron que elegir la luz del exilio desde su cuna querida, envuelta en cortinas adornadas de sombras.
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A nuestro gran imperio de dos siglos de esplendor, años en los que en España no se ponía el Sol y en cuyos territorios no se conoció caso de rebelión porque todos aquellos héroes, o aventureros, nacidos en cualquier punto de nuestra piel de toro fueron leales a su causa, le siguió otro siglo que terminó en decadencia. En éste, en el XVII, se produjeron enfrentamientos en tierras catalanas debido a la desconfianza del pueblo hacia sus políticos, sin cuestionar su condición española. Terminó el siglo con un sentimiento español integro, significando para el pueblo catalán, especialmente, el inicio de un arranque hacia una economía futura muy próspera, como se vio a finales del siguiente periodo. Las leales provincias vascongadas, que tanto habían contribuido a descubrimientos, a gestas y a conquistas universales, igualmente siguieron atesorando su carácter español de siempre.

El siglo XVIII había comenzado con una guerra sucesoria que vecinos expectantes convirtieron en internacional. Su final, significó la recuperación económica, donde las reformas administrativas y la Ilustración, contribuyeron a un siglo de esperanza, cuyas semillas no fueron del todo aprovechadas. “La Centralización es la Civilización”, decían los ilustrados, y toda Europa se lanzó a tal empeño.

El siglo XIX fue el de las guerras. Conseguida la “Independencia” gracias a la heroicidad del pueblo español entero, los liberales tuvieron su Trienio machacado; se perdieron las colonias americanas; los carlistas e isabelinos, por tres veces combatieron. Fue un siglo de desamortizaciones que no sirvieron para lo que se anunciaron: fueron la riqueza para unos pocos –nacieron los latifundios- y el hambre para muchos. Finalmente, un Sexenio Revolucionario con sus guerras cantonales, terminaron en una Restauración borbónica gratamente aceptada por el pueblo. Y finalmente, la pérdida definitiva del último rescoldo en ultramar.

Sin duda alguna, fue este siglo el más apasionante; y por lo sangriento, el más miserable. Hoy en día muchas de estas y aquellas vicisitudes son manipuladas desde la mentira y el engaño por contadores de cuentos y soflamas nacionalistas carentes de todo rigor.

Y pese a ello, como un cuerpo sin brazos que deseaba llegar a todas partes, fue posible un sentimiento iniciado y labrado con sangre dieciocho siglos atrás. Si la aceptación popular no fue suficiente, los notarios de la cultura así lo testificaron.

Muy atrás había quedado el Siglo de Oro español, cuyos hijos nos han ilustrado a todos. Y de cuya semilla, tres generaciones de personajes doctos no dudaron de la autenticidad de una España que nos enriquecía a todos. En el papel dejaron escrito historias, hábitos y denuncias de patriotas que habían aportado, desde la ilusión y la duda, desde el orgullo y el servilismo, desde el interés y el hambre, desde la religiosidad y la ignorancia, su acto de presencia. Aquellos genios literarios dejaron impreso en prosa y en verso, el sentimiento de una obra auténtica.

Ni la generaciones del 68 y 98, ni la del 27, cuestionaron o pusieron en duda la existencia de un pueblo ya viejo, librador de gestas y desgracias, convertidas en gérmenes embrionarios de su integridad.

Primero los Bécquer, Pérez Galdós, Juan Valera, José Maria de Pereda, Pedro Antonio de Alarcón, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés como los más representativos, nos hablaron del individuo y de su entorno social.Después, ni Giner de los Rios, ni Ganivet, ni Unamuno, ni Ramiro de Maeztu, ni Azorín, ni un joven Ortega y Gasset, ni Machado, ni Pio Baroja, ni Valle-Inclan, ni Blasco Ibáñez, ni Gabriel Miro, ni Joan Maragall, ni otros, cuestionaron a España. Todos ellos, en su heterodoxia, nos hablan de errores, aciertos y enfrentamientos durante aquel largo camino.

Y en la generación del 27, estaban los Jorge Salinas, Pedro Guillen, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Luís Cernuda, Emilio Prado, Altolaguirre, entre otros. También buscaban hueco Luís Buñuel y Salvador Dalí. Así como unos buscaban el encuentro entre la vanguardia de lo nuevo y los clásicos españoles, otros mostraban su preocupación por los acontecimientos sucedidos y trataban de ilusionar al pueblo español. Muchos de ellos, otra vez, fueron los protagonistas de un nuevo exilio.

Estas generaciones de ilustres, nacidas mayoritariamente en la periferia peninsular, no denunciaban opresión ni sometimiento alguno, porque nunca jamás había existido. No correspondían todos ellos, ni mucho menos, a un movimiento literario centralista para encumbrar hazañas imperiales. Nunca más lejos de esto. Narraban en sus novelas, ensayos y poemas, con la mejor y más noble intención, la grandeza y la miseria habidas. Unos melancólicos y otros ilusionados, testimoniaban para la posterioridad, como notarios de lo que conocían, la existencia de una vieja nación.

Todas estas generaciones de insignes quedaban muy lejos de lo que después de una “guerra civil anunciada”, sería, sobre todo en los libros de texto y propaganda oficial, una tergiversación del sentimiento español. En la “Formación del Espíritu Nacional” nos hablaban de “una unidad de destino en lo universal”, cuyo significado nadie sabía explicar. Se mostró, desde el poder, una nación en la que el palio y el altar eran consustanciales con el ser español. El “ser español es lo más importante que se puede ser en el mundo”, nos decían. Estas y otras leyendas, castraban las mentes de una juventud que escuchaba una sola ilusión manipulada.
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El mismo pecado se cometió después de la transición democrática. Desde el engaño en la gestación de unas “Comunidades históricas”, y desde el poder hacía el pueblo, y no a instancias de éste, en muchos centros tan sectarios como interesados -colegios, institutos, universidades- se instauró un sentimiento nacionalista no demandado, desde la base dogmática de ocultar a la juventud la realidad de nuestra historia, al tiempo que amputaban su intelectualidad. Todo ello ideado por los arribistas y para su beneficio; alimentando constantemente el enfrentamiento entre aquellos cuyos antecesores habían contribuido desde hacia dos mil años a la formación de la vieja nación, culta en historias, tanto interiores como periféricas, que es “nuestra España”.

Nuestra nación, una de las más antiguas de lo que en su tiempo se llamó la Cristiandad, y después pasó a ser Europa, cuyos orígenes cristianos también se quieren silenciar.